El Padre Matías había llegado al pueblo con deseos de crear algo transformativo, algo que cambiara la realidad interna y externa de los fieles, nunca imaginándose que sus impulsos idealistas no serían de gran convencimiento para nadie. El pueblo, aburrido por el diario vivir solo pedía milagros que nunca se daban, pero, aun así, los traían a la iglesia con el deseo de que algún día se cumpliera algo, algo que los alejara de los enredos descarrilados que ellos mismos (con la ayuda de la mala religión) se habían creado. Con el tiempo, el Padre Matías comenzó a entender que la peor ceguera, era la ceguera del alma, la que nos oculta con mínimo esfuerzo, todas las capas de mugre que vamos acumulando con cada mal paso que damos en la vida.
Solana era un pueblo en la costa; a la gente le gustaba el baile y el ron. Cuando se trataba de un baile festejado, entre más dura la música, ¡mejor! La música ruidosa, el trago, y el sudor en la noche encendían las pasiones. Era el escape perfecto, el balance entre la penitencia del Domingo frente al altar, y el mundo de las fantasías desenfrenadas que suben a la superficie instigadas por la sensación de una buena borrachera.
Padre Matías, fue entendiendo que lo transformativo demandaría algo más allá de sus buenas intenciones teológicamente formadas. Estaba convencido de que las capas de basura internalizadas por los fieles, el llamado pecado, lo embarraba todo. Cuando la gente se venía a confesar por tonteras, el párroco sentía la sensación de compasión, pensando a la vez en los malditos enredos creados por la mala religión. ¿Como desenredar todo este embrollo? ¿Y que del pecado?
El pecado se convertía en él en un concepto explotado, un fastidio que se apoderaba de los creyentes con el solo fin de crear disturbios internos. La idea del pecado era más fuerte que el pecado en sí. ¿Y qué carajo era el pecado?
Los días pasaban sin novedad, pero la interrogativa del pecado permanecía en él. Pensaba en el gran peso que la Iglesia le daba al pecado, lo podrido en uno, lo rancio anclado en las animas vivientes para condena propia. ¿Cual era esa obsesión con el maldito pecado? Con el tiempo nació en él una especie de repudio hacia la palabra “pecado.” Tal parecía que todo lo conectado a las cuestiones morales, tenían entretejidas la noción del pecado. El pecado estaba en todas partes, y uno tenía que estar a la guardia como centinela cuidándose del contagio corrompido que en cualquier momento podía asaltar a uno. ¿Y qué de Dios, donde estaba Dios en todo esto?
Para los fieles de la parroquia San Isidro, el pecado se había convertido en obsesión. La penitencia era crucial ya que el pecado diario asaltaba a todos. Los curas del pasado habían hecho hincapié sobre esto, y esto a la vez mantenía el ciclo perpetuo de hacer penitencia. El enredo le parecía al Padre Matías como estar atrapado en una tela de arañas. Comenzó a entender que el concepto del pecado era un concepto ingenioso, brillante, la trampa perfecta que no tenía salida. Con tal astuto concepto, la sentencia era perpetua, no había escape.
Al reflexionar sobre esto, pensó en su rebaño, un pueblo explotado, trabajador luchando por el diario vivir; un pueblo sin lujos pidiendo milagros. Pensó en el daño causado por el dogma del pecado, la “mía culpa” que se convertía en un peso adicional a la carga ya sobrehumana que muchos llevaban sobre sus hombros. Pensó en como esto además cegaba el alma, y ocultaba las verdades más profundas. El templo de la Verdad se convertía en el templo de la mentira.
¿Y que de Dios en todo esto? se volvía a preguntar. El Padre Matías había ingresado al sacerdocio con el sincero anhelo de servir a Dios, y ayudar al prójimo. Veía en la fe la promesa de predicar sobre el Dios de la justicia, el Dios de los profetas Hebreos. Veía en la fe, además, un nuevo encuentro con el Cristo, repudio de los Fariseos; el Cristo guiado por el impulso del amor puro, amor libre, amor que no juzga. Pensó en los relatos de los Evangelios, en la mujer que le lavo los pies a Jesús con sus lágrimas, los ungió con perfume lujoso, y los seco con su propio cabello. Pensó en como Jesús nunca condeno a aquella mujer de mala fama, que con tanta sensualidad se postraba ante sus pies. ¿En qué lugar de la iglesia se escondía ese Jesús, oh es que ya no le permitían la entrada?
A los fieles de San Isidro se les habían olvidado esos relatos de los Evangelios, y cuando se leían en la misa del Domingo, esas crónicas permanecían suspendidas en el aire ocultas al oído. En esa sordera solo se enfocaba el pecado, la pesadumbre, y el deseo de algún milagro. En el templo de la mentira, Jesús se convertia en fantasma sangriento que viene a traer condena, y no alivio de todo aquello que nos separa de la belleza del vivir. El peso del pecado oprime, sofoca, traga, y no deja vivir. ¿Qué hacer, se preguntaba el Padre Matías? ¿Cómo compartir la Verdad que irrumpe y rompe con la mentira? ¿Cómo romper con la falsedad implícita en la mala religión?
Los días se prolongaban para el Padre Matías, y con cada día iba cobrando consciencia de la jaula tejida a su alrededor. Los fieles llegaban cegados por el arrastre creado por el monstruo del pecado. No obstante, el Padre Matías continuaba con su afán de predicar sobre el Cristo de la libertad, el Cristo valiente que nunca sacrifico su verdadero YO, ese YO que todos llevamos en nuestro interior, y no le cede el paso a la falsedad. El pecado en los fieles se había convertido en auto repudio, enterrando la belleza del vivir. “Imposible que eso sea producto de Dios,” pensó, no el Dios del amor que tanto anhelaba conocer en la más profunda comunión.
¿Como seguir hacia delante? ¿Cómo responder al impulso de continuar hacia un destino poco visible, sabiendo que poco efecto tendrían sus esfuerzos? Corregir lo mal logrado requiere un esfuerzo sobrehumano muchas veces agobiante. La fantasía de los milagros permea, y permanece como imán que atrae a los fieles. Al otro extremo, la trampa del pecado también permea.
Después de tantos años dedicados a ser párroco, el Padre Matías cobraba consciencia de que pocos en su rebaño serian transformados por los esfuerzos de un cura rompiendo con la teología del enredo. El pecado y la fantasía de los milagros eran obstáculos hacia Dios, no obstante, el Padre Matías continuo con las misas descubriendo a su vez, lentamente, que el único milagro que valía la pena, era el milagro del amor, el más difícil de los milagros. Por ese amor continuó con la labor del maestro Jesús, y además su propia redención dependía de esto, redención de liberación que permite que uno sea su verdadero YO. Por ese amor dejo de enfocar resultados, y simplemente se hizo presente a los penitentes que llegaban a su iglesia en busca de milagros. El Padre Vicente Matías se agarró del hilo de la esperanza nacido del amor, que además le indicaba que no todo era en vano, alguna semilla daría su fruto a su debido tiempo.
Mientras reflexionaba sobre estas cosas, oraba una tarde frente al altar de San Isidro, cuando llego una niña jovencita a la iglesia. Con timidez se acercó al altar, y el Padre Matías la invito a subir al altar, mientras su abuelita caminaba el Vía Crucis. La niña subió y exploro el espacio sagrado con el asombro de los inocentes. Ahí en los ojitos de esa niña, el Padre Matías observó a un ser libre del peso del pecado; y ahí en esos ojitos no vislumbro necesidad de milagros; y más que nada, ahí en esos ojitos, se vislumbraba a Dios. Sintió una paz interior, la paz que excede a todo entendimiento. Al contemplar lo que tomaba aspecto de una visión, el Padre Matías le pregunto a la niña su nombre, y con voz angelical, y un poco de timidez, ella le contesto: “Me llamo Milagros.”
©Wilfredo Benitez
4 de Junio, 2018